CUENTOS
La vida en un día.

 Suena, como queriendo derribar  los muros del silencio, la campanilla del despertador en mi pieza. Somnoliento, a tientas, casi sin abrir los ojos, lo busco siguiendo su bullicio y al fin lo ubico. El manotazo me lleva nuevamente al silencio, un instante más y me quedaré dormido.

 Sacando fuerzas de no se donde, lentamente me incorporo, me siento al borde de la cama y espero. Son solo segundos para entrar en conciencia y encontrar mis zapatillas para incorporarme.

 Luego, aún vacilante me dirijo al baño, sin prender la luz. Lo encuentro y con esfuerzo me cepillo los dientes con la crema dental que sale con esfuerzo del estrujado pomo. Me enjuago y aprovecho para lavarme los ojos y así aclarar mi visión.

 Estoy frente al espejo, me miro y no me asombro. Soy yo, un día más viejo, con la fragilidad de los canos cabellos que vanamente intentan cubrir mi cabeza, arrugas y la evidente  papada, herencia de mi viejita, que me recuerdan el misterioso paso del tiempo.

 Estiro mi mano hasta la puerta del armario, tomo la perilla y abro. En el estante superior está mi vieja y querida Philishave, la tomo y comienzo a afeitarme lentamente. Empiezo siempre por la derecha, de arriba a abajo y de abajo a arriba. El cuello y luego la izquierda, todo acompañado por el rezongo amargo de la fiel máquina.

 Voy a la cocina y siguiendo el ejemplo de Cormillot tomé un huevo de la heladera lo casqué, deseché la cáscara y lo puse en un platito apta para microondas. Con un tenedor le rompí la yema y lo batí un poquito, agregué una pizca de sal y lo puse a cocinar unos pocos  minutos. Luego lo llevé a la mesa, tomé un yogur de la nevera, me senté y comencé mi desayuno.

 Después fui al baño me duché , al final el agua casi fría me despabiló totalmente permitiéndome ponerme más activo. Me vestí y salí a  la calle.

 El aire fresco de la mañana me saludó tiernamente, sonreí disfrutando su frescura y me encaminé a la entrada del subte. Recorrí las cuatro cuadras que lo separan de  mi casa, cruzándome con porteros de edificios baldeando las veredas, los empleados de la obra de la otra cuadra esperando sentados en el cordón para empezar a trabajar y una persona totalmente cubierta durmiendo bajo el alero de una casa en venta.

 El subte me recibe con un caluroso y pesado aire que se hace sentir. Me dirijo a los molinetes, coloco mi Sube que me habilita el paso e ingreso, escalera mecánica mediante, a los andenes  para tomar el tren.

 Por ser, no hay mucha gente,  solo unas  pocas taciturnas  personas con el mismo propósito. No espero mucho, el tren se detiene, automáticamente se abren sus puertas, algunos descienden y luego subo yo. El coche no esta muy cargado y tengo la suerte que un pibe, un joven de unos quince años, me cede el asiento. Le agradezco y lo tomo. No lo rechazo para dar valor al gesto espontáneo y muy educado del chico.

 Enfrente mío una chica de ojotas se despereza sin ningún atisbo de vergüenza, a su lado un señor bastante entrado en kilos se desayuna leyendo el diario y más allá dos jóvenes entretenidos manipulando sus teléfonos celulares, vaya uno a saber que es lo que los motiva.

 A medida que avanzábamos de estación en estación, la capacidad del coche se iba colmando y el aire se enrarecía, a pesar del ventilador, que oficiaba de acondicionador de aire, en el centro del techo y se notaba un aumento de la temperatura. Los pantalones me empezaron a presionar y sentí unas gotas de transpiración en caída libre y deseé que fuera el domingo pasado para bajarme los pantalones y así estar mas fresco. 

 En la estación previa a la que yo me dirigía entró entre muchos un hombre robusto con una campera en el brazo. Lógicamente me llamó la atención porque una campera en este verano ardiente no era para nada usual. El tren retomó su marcha y luego de unos instantes vi a este personaje hacer lo que me pareció una seña en dirección a su derecha y a alguien situado en el extremo del coche. Ya a punto de llegar a mi destino noté que el segundo sujeto iba al encuentro del primero portando también una campera en su brazo.

 Llego a la estación y me toca bajar y no se porqué sin pensarlo siquiera dije en voz alta:
-Pungas, cuidado con los pungas. 

 Bajé entre varios, también algunos del anden subieron, las puertas se cerraron y el subte continuó su marcha. Que sensación rara la que experimenté en ese momento, estaba como vacío y atontado. Vaya estupidez que hice, fue lo primero que pensé. ¿Pero que otra cosa podría hacer? No lo se.

 Caminé no muy feliz conmigo mismo y llegué a mi puesto de trabajo. Trabajo, en realidad se trata de controlar por unas horas a los que verdaderamente trabajan verificando que nadie se tiente. El hombre es bueno pero si se lo controla mejor.

 Cumplida mi labor del día después de siete fatigosas horas, que a fin de mes me permiten hacerme de un mini salario, emprendo el regreso a casa por el mismo trayecto solo que a la inversa.

 El subte no lleva mucha gente, tengo asiento y lo aprovecho para relajarme por unos minutos.
El viaje no dura más de veinticinco minutos y al llegar me apresuro a salir del túnel y  me recibe un aire fresco en relación con el tufo cálido con el cual el metro me despidió.

 Me encamino al departamento sin intentar ver  lo que ocurre a  mi alrededor mientras camino, sólo reparo en los semáforos ante el cruce de calles y apresuro el paso.
Camino veloz como queriendo llegar rápido. Necesito sacarme estos zapatos que me aprietan e incomodan, la ropa que me pesa,  ponerme unas alpargatas, un short y una musculosa que me alivian y tranquilizan.

 Quiero llegar rápido a disfrutar mi soledad, eterna compañera, única compañía de este soltero empedernido, que solo se alimenta, solo se entretiene con el televisor con cable básico y una computadora vieja sin conexión a Internet.
La jubilación no alcanza, el mini rebusque a fin de cuentas me  permite subsistir sin dejar las privaciones.

 Mi vida es rutinaria, de lunes a viernes trabajo y el fin de semana disfrute. Salgo a pasear en mi compañía perdiendo el tiempo vagando por aquí y allá. A veces me siento en un banco de plaza y dejo transcurrir el tiempo, descanso y pienso. Busco respuestas a cosas que pasan y otras que me  pasan. 

 Indago en su porqué, los motivos para que se den tal o cual cosa en este momento o en momentos pasados.
Pienso en  mí y  me veo en mis años últimos sin más compañía que mi soledad. Es mi capital y no lo cedo a nadie. Disfruto de mi soledad que tiene la amabilidad de no cuestionarme. La soledad vieja compañera de ruta, siempre fiel, no me abandona y perdura. Me da la posibilidad de ser Yo quien soy, sin rendir cuentas a nadie, sin explicaciones o excusas.

 Alguna vez alguien me preguntó por el amor, no recuerdo que contesté y ahora que lo pienso no tengo respuesta. No por lo menos una respuesta que me haga sentir bien. Soy como dice el tango un tipo que tuvo muchas minas pero nunca una mujer. Una vez tuve una novia, allá lejos en mi adolescencia: Dorita, una rubiecita hija del doctor del pueblo. Éramos chicos los dos, frecuentamos el mismo club, nos conocíamos de la escuela y empezamos una relación acorde a la época y a nuestras edades. Todo fue muy romántico, idílico, casto y puro.
 
 Vivíamos en un pueblo chico y era difícil vernos a solas, por lo  general en compañía de amigos, en reuniones por festejos de cumpleaños u otro acontecimiento que ocurriera. No la dejaban ir sola al cine, iba siempre acompañada, lo cual era un calvario.  

 Nuestra relación duró una temporada hasta que el hecho llegó a oídos de del padre quien me defenestró sin darme tiempo a defenderme. ¿Qué mal había hecho yo? Después me enteré que no era un buen partido para su hija, que no estudiaba alguna profesión que diera solvencia y estatus. En fin, no calificaba como para entrar en la familia.

 El final llegó un domingo cuando Dorita a la salida de misa me dijo:
 -Lo nuestro no puede ser, es mejor no vernos más. Mi padre se opone y con el toda mi familia, espero que entiendas. dijo temblorosa. No agregó más nada, yo esperaba un te amo y no obtuve nada. Quedé solo parado en la calle., inmóvil, paralizado sin saber que hacer. La realidad se mostró de golpe, una piña de Tyson no hubiera hecho tanto estrago.

No estudié una carrera como medicina, arquitectura, abogacía, o contaduría que eran las que estaban en boga en esa época, simplemente porque se me pasó el tiempo, vagabundeé y desperdicié parte de mi juventud. no recuerdo si terminé la secundaría. Creo que debo materias, pero en fin no importa.

 Nunca pude obtener un empleo de importancia, fui discriminado siempre y relegado a trabajar bajo las órdenes de gente menor que yo. Por acomodo, por pinta, yo que se. Claro tenían un título habilitante.

 Con respecto a las mujeres no pude encontrar mi alma gemela, ninguna hecha a mi medida. Claro que fui intransigente, y quizás muy exigente. Siempre apunté alto y tal vez por eso quedé solo.

 Bueno mejor solo que mal acompañado.
 El buey solo bien se lame. 
 No me quejo.


La Verdadera Felicidad

 Buenos Aires, Argentina, 20 de junio de 2021.  Hoy aquí se yuxtaponen dos fechas: La primera es el Día de La Bandera, Nuestra Bandera, esa ...