Escribir un cuento. Tarea casi imposible

 

Buenos Aires, 18 de marzo de 2021. 11.03 h

 

 Amaneció muy fresco, casi frío diría, preanunciando el otoño. Los árboles cada vez más de prisa van quedándose sin hojas mostrando su desnudez y aumentando la sensación de frío.

 Me propongo escribir un cuento y no sé por donde empezar. Ni idea del tema, no me imagino algún personaje, estoy desorientado.

 Recurro a mi memoria y por más que me esfuerzo no encuentro nada que me aliente, me de esperanzas y las fuerzas para escribirlo.

 ¿Siempre fue así? Recuerdo que de niño era un devorador de historias, historietas de las hoy llamadas cartoons, solía imaginarme que era el protagonista de esas fantásticas aventuras y en mi mente, cual escenario teatral, se desarrollaba la acción de la cual no me atrevía a plasmarla en papel. 

 Único hijo, casi siempre me encontraba jugando solo y la gran ayuda era mi imaginación. A veces era un pistolero intrépido y aventurero, otras veces era un malvado pirata que asolaba los mares y escondía tesoros en la más recóndita isla. 

 La soledad es una fiel compañera que disimula nuestras penas y nos acompaña hasta que la vida nos ponga en contacto con alguien o algunos pares que se conviertan en amigos o cómplices de juegos. 

 La escuela es un ámbito ideal para relacionarse con otros semejantes he ir tejiendo vínculos amistosos, varios de los cuales pueden perdurar en el tiempo, mucho después de la finalización del ciclo lectivo.

 El barrio también puede ayudar a entablar relaciones de amistad y compañerismo.

 La escuela y el barrio ayudaron a salir de mi aislamiento encontrando chicos que, como yo, que también tenían las mismas necesidades de compartir sus momentos. Momentos que eran diferentes a medida que íbamos creciendo, los mano a mano de jugar a las bolitas a los de conjuntos o equipos en el potrero jugando al fútbol. 

 Añoro esos días de hoyo y quema, al triángulo, al gallo, con esas bolitas y bolones, algunos de acero, con los que competíamos. Jugar a la pelota con una de trapo (una media rellena con cualquier tela que encontrábamos), después una de goma maciza y al fin una de cuero. La primera era una número cinco con cámara y tiento, un grueso cordón del mismo cuero de la pelota que servía para cerrar la abertura por donde se introducía dicha cámara y por donde también se inflaba. 

 Cabecear un balón de esos era una muestra de coraje o taradez por el dolor y la marcas que producía ese reborde de cuero. Mucho después ya más crecidos tuvimos la oportunidad de comprar en innumerables cuotas mensuales una Superball (invento argentino) con costura sin tiento.

 Tiempo más tarde promediando la adolescencia apareció el basquet y lo practiqué en el club de mis amores logrando campeonatos en la categoría cadetes, mayores y menores, para recalar en la segunda división e incursionar en amistosos de la primera.


 Por hoy es suficiente, la seguiré mañana. Mañana es cualquier día, a cualquier hora y en cualquier lugar.

 

 

 

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