La vida es una cosa que se transita, se disfruta y también se padece.
Muchas veces por cosas tontas exageramos esas vivencias y nos dejamos llevar por la alegría o en la tristeza por un hecho sin importancia. No es para tanto, algunas veces y con razón pensamos.
De ahí que sabemos que es necesario discriminar de lo importante a lo secundario. Pero muchas de las veces no podemos discernir y confundimos las cosas.
Vivir es un ejercicio de aprendizaje continuo, de aciertos y errores, de encuentros y desencuentros, nunca debemos dejar de aprender.
A veces lo normal se hace rutina y creemos que es para siempre y lo que estamos transitando es eterno, para bien o para mal. Optimistas si pensamos lo primero y pesimistas si creemos lo segundo.
No debemos relajarnos y sí estar siempre atentos a los cambios que se producen en todo momento aunque no lo reconocemos.
Existen los imponderables, hechos no deseados favorable o desfavorables y que nos descolocan obnubilando los sentidos y provocando reacciones no siempre normales o lógicas ante cada situación.
Como reaccionamos ante un evento sorpresivo, inesperado, y violento no es el resultado de un plan previo, de acuerdo a nuestra formación, nuestro carácter o nuestra forma de pensar.
La rutina de nuestros actos nos llevan a pensar que siempre las cosas sucederán de la misma forma, es decir que si realizamos algo divertido, placentero los resultados serán siempre de esa forma. Pero a veces el diablo mete la cola y sucede lo no deseado.
Ayer vivimos un episodio que pudo ser trágico, de la alegría pasamos al asombro y a la incertidumbre dolorosa de la realidad.
Un accidente doméstico es por definición impredecible, pero seguramente si ponderamos rigurosamente los hechos en algunos casos podríamos evitarlos. Pero la rutina de hechos anteriores que siempre salieron bien nos hicieron creer que así sería a perpetuidad.
Hay situaciones que pasamos de la alegría al dolor inmediatamente.
La alegría se interrumpió por un golpe seco, fuerte y luego el llanto. Un llanto profundo que no era producto del asombro o el susto por la caída, sino que era genuino, hondo y desgarrador.
Ayer me di cuenta que uno no está preparado para digerir un evento violento sobre un ser querido, tan amado, que parte de mí se paralizó, me perdí y creo que no supe reaccionar como debería ser.
Sin quererlo, sin prometérmelo, fui, sino el culpable, por lo menos partícipe necesario para el accidente. La culpabilidad en el sufrimiento de uno de los seres que mas amo en la vida es un peso que se siente y mucho.
Ese peso nos hace reflexionar y replantear nuestras actitudes en vista hacia el futuro.
La angustia, el dolor de mi retoño ante esa adversidad y su llanto desesperado me paralizaron. En ese momento quise traspasar de su cuerpo al mío su dolor, quise, pero no soy Dios y me día cuenta que solo era un humano pequeño y asustado.
Por suerte la cosa no pasó a mayores y hoy se está restableciendo normalmente de su herida.
Como sufrió su dolor y cuanta entereza demostró en el momento. Ayer mi pequeño con casi cinco años se recibió de hombre.
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