Sarmiento sobre su madre

LA HISTORIA DE MI MADRE

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"La mía, empero, Dios lo sabe, es digna de los honores de la apoteosis, y no hubiera escrito estas páginas si no me diese para ello aliento el deseo de hacer en los últimos años de su trabajada vida, esta vindicación contra las injusticias de la suerte. !Pobre mi madre! En Nápoles, la noche que descendí del Vesubio, la fiebre de las emociones del día me daba pesadillas horribles en lugar del sueño que mis agitados miembros reclamaban. Las llamaradas del volcán, la oscuridad del abismo que no debe ser obscuro, se mezclaban, que sé yo, a que absurdo de la imaginación aterrada, y al despertar de entre aquellos sueños que querían despedazarme, una idea solo quedaba tenaz, persistente como un hecho real. ¡Mi madre había muerto! escribí esa noche a mi familia, compré quince días después una misa de réquiem en Roma para que le cantasen en su honor las Pensionistas de Santa Rosa, mis discípulas, e hice el voto y perseveré en él mientras estuve bajo la influencia de aquellas tristes ideas, de presentarme en mi patria un día y decirle a Benavidez, a Rosas, a todos mis verdugos: Vosotros también habéis tenido madre: vengo a honrar la memoria de la mía, haced, pues, un paréntesis a las brutalidades de vuestra política; no manchéis un acto de piedad filial. Dejadme decir a todos quien era esta pobre mujer que ya no existe. Y ¡vive Dios! que lo hubiera cumplido, como he cumplido tantos otros buenos propósitos, y he de cumplir aun muchos más que me tengo hechos! Por fortuna, téngola aquí a mi lado, y ella me instruye de cosas de otros tiempos ignorados por mí, olvidas de todos. A los setenta y seis años de edad, mi madre ha atravesado la Cordillera de los Andes, para despedirse de su hijo, antes de descender a la tumba! Esto solo bastaría para dar una idea de la energía moral de su carácter. Cada familia es un poema, ha dicho Lamartine y el de la mía es triste, luminoso y útil como aquellos lejanos faroles de papel de las aldeas, que con su apagada luz enseñan sin embargo el camino a los que vagan por los campos. Mi madre en su avanzada edad conserva apenas rastros de una beldad severa y modesta. Su estatura elevada, sus formas acentuadas y huesosas, apareciendo muy marcados en su fisonomía, los juanetes, señal de decisión y de energía, he aquí todo lo que de su exterior merece citarse, sino es su frente llena de desigualdades protuberantes, como es rara en su sexo. Sabía leer y escribir en su juventud, habiendo perdido por desuso esta última facultad cuando era anciana. Su inteligencia es poco cultivada o más bien destituida de todo ornato, si bien tan clara, que de una clase de gramática que yo hacía a mis hermanas, ella de solo escuchar, mientras por la noche escarmenaba su vellón de lana, resolvía todas las dificultades que a sus hijas dejaban paradas, dando las definiciones de nombres y verbos, los tiempos, y más tarde los accidentes de la oración, con una sagacidad y exactitud raras. Aparte de esto, su alma, su conciencia estaban educadas con una elevación que la más alta ciencia no podría por sí sola producir jamás. Yo he podido estudiar esta rara beldad moral, viéndola obrar en circunstancias tan difíciles, tan reiteradas y diversas, sin desmentirse nunca, sin flaquear ni contemporizar en circunstancias que para otro habrían santificado las concesiones hechas a la vida, y aquí debo rastrear la genealogía de aquellas sublimes ideas morales, que fueron la saludable atmósfera que respiró mi alma mientras se desenvolvía en el hogar doméstico. Yo creo firmemente en la transmisión de la aptitud moral por los órganos: creo que la inyección del espíritu de un hombre por el espíritu de otro por la palabra y por el ejemplo. Los hombres perversos que dominan a los pueblos infestan la atmósfera con los hálitos de su alma; sus vicios y sus defectos se reproducen. Jóvenes hay que no conocieron a sus padres y ríen, accionan y gesticulan como ellos; pueblos hay, que revelan en todos sus actos quienes los gobiernan; y la moral de los pueblos cultos , que por los libros, los monumentos y la enseñanza conservan las máximas de los grandes maestros, no habría llegado a ser tan perfecta si una partícula del espíritu de Jesucristo, por ejemplo, no se introdujera por la enseñanza y la predicación en cada uno de nosotros para mejorar la naturaleza moral." DOMINGO F.SARMIENTO de "Recuerdos de provincia"

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